miércoles, noviembre 02, 2011

Un recuerdo y un sentido

En la sala de estar de la casa de mis padres, dos enormes almohadones enfundados reposaban contra el respaldo del sofá, siempre, incomodando a quien se sentara. Tarde o temprano -y la rapidez dependía de la familiaridad con los dueños de casa; si éramos mi hermana o yo lo hacíamos rápida y furiosamente, si era alguien de fuera de la casa pedía permiso primero- esos almohadones se quitaban y quedaban en el piso. Me pregunto, tantos años después -décadas después-, por qué mi madre se empecinaba en esos grandes objetos que, a todas luces, molestaban y no tenían ninguna utilidad.
Mi respuesta, hoy, es la siguiente, y un poco dolorosa: Quería, en el fondo, que la sala estuviera llena de gente -lo cual era sumamente inhabitual-, y que esos almohadones debieran utilizarse, en el piso, para que la gente se sentara, a falta de más sillas y sillones.
Se sentiría sola. No le alcanzaríamos nosotros, ni las visitas eventuales, casi siempre clientes de mi padre. Extrañaría a su numerosa familia en el extranjero, y a su propia madre muerta.