domingo, noviembre 14, 2010

El malestar

En absoluto soy un suicida, ya que mi filosofía de vida es seguir viviendo hasta el final, pase lo que pase y a pesar de las desgracias, sin perder un solo día que se tenga previsto para mí, en algún lugar, si es que existe tal lugar, y no existe. Pero quiero decir que no importa lo que pase, tengo curiosidad: ¿cómo será el día de mañana? Si me tiro desde lo alto de este balcón, jamás lo sabré; y sin embargo, a cada rato, cada vez que salgo al balcón, siento una irresistible –aunque la resisto- tentación, casi un gusto, por pasar una pierna sobre la baranda de material, luego la otra, quedar sentado un instante contemplando el vacío, y por fin, con un impulso de las manos en la baranda y de todo el cuerpo, caer. Imagino que habrá un placer inconfeso en ir cayendo, libre al fin, en el aire libre sobre la plaza. El movimiento de las piernas, de los brazos, tal vez involuntario, como quierendo aferrarse a algo imposible y, al mismo tiempo, como queriendo volar o, mejor aún, nadar hacia arriba como si el aire fuera agua. Ha de ser lindo. Desesperante, final y lindo. El problema es que esa experiencia no se puede contar. No hay manera de juntarse después con los amigos y decir. “Bueno, ¡no saben qué notable es caer en picada libre hacia la plaza!”. Nadie te podrá admirar, y es otro de los motivos porque no lo hago.

A veces, al mirar por los grandes y antiguos ventanales de mi apartamento, siento algún vértigo porque los otros ventanales o ventanas –múltiples, casi diría infinitos en este paisaje apretado de edificios viejos o nuevos- son también altos y aparece alguien –muy pequeño, si está lejos, distinguible su cara si está cerca- y se asoma a su balcón, se inclina demasiado hacia delante, y no es el peor caso; peor es el de los limpiadores de ventanas, amarrados por tenues sogas, equilibristas, o los albañiles trabajando como si no existiera ninguna posibilidad de caer; cuando caen, salen en los diarios, como si fuera una sorpresa la ley de gravedad.

Todos negamos la muerte, lo sabía Freud y lo sabe cualquiera, pero nadie la niega al punto de ignorar las consecuencias de una caída desde semejante altura. Estoy en un octavo piso. Es alto, muy alto, al menos para los parámetros montevideanos (y nacionales; nada puede ser muy alto en el Uruguay). Sin duda la tentación de tirarse, libre de todo pecado, ha de ser más fuerte y grata en Nueva York. Recuerdo mi visita al Empire State Building. Sin embargo, me equivoco, porque no había manera de asomarse –son previsores los yanquis, por eso dominan al mundo- debido a unos altos y sólidos vidrios, casi muros. Me refiero, al menos, a la azotea del edificio. Te venden la mirada por unos cents a través de unos aparatos firmes y de larga vista. Un suave panorama, posible de movimiento pues los aparatos giran sobre su base. Muy bien; pero eso no tiene emoción. O mejor dicho, tiene la emoción suave que admite la pequeña burguesía. Nada de excesos, por favor. Así que, después de todo, tal vez sea más interesante tirarse en Montevideo. Alguna ventaja ha de tener el subdesarrollo. Tiene muchas; somos descuidados y todo fluye, aunque confusamente y a lo bestia. Yo preferiría un poco más de civilización, pero vamos: ya lo sabía Freud; la civilización tiene sus grandes malestares. El malestar principal: no poder caer sin andar pensando.

El Uruguay presenta el índice más alto de suicidios en América Latina. Es, de veras, lo único alto en el Uruguay. A falta de altura edilicia y geográfica, altura de la muerte. Muerte por no haber alturas. No ha de ser casual que la metáfora funcione tan bien: la altura, la muerte, el cielo. Morir, ir al cielo. Morir porque no se conoció el cielo. ¿Nadie conoce el cielo en el Uruguay? Tal vez, el cielo es tan límpido en el país, que agrava la sensación de no alcanzarlo nunca. Tal vez los uruguayos nos tiramos creyendo que caeremos hacia arriba.

Porque es cierto que no se puede vivir sin alturas, ni sin la posibilidad cierta de morir. Eso nos falta en el Uruguay, y por eso nos matamos. Un poco más de riesgo eliminaría la autoeliminación. Jugaríamos menos con la muerte, porque la tendríamos más cerca. Integrada a nuestro diario vivir. De otra manera, no tan deprimente. La muerte uruguaya, hoy, es un resultado de la llanura. Andamos siempre por el suelo. Los pies se cansan de pisar. Quizás por eso ha habido guerras civiles. Un poco de vuelo, el vuelo de jugarse la vida, con emoción. Nada realmente político hubo en ello. Se lee la historia del país, y no se comprende, excepto con la perspectiva de la ansiedad por el vuelo, esa necesidad de, a cada rato, trenzarse en escaramuzas, en la épica gaucha, en la guerrilla. Obsérvese a los tupamaros; ¿tenían realmente una ideología, un plan de acción más allá de una posible victoria armada? No parece. Actualmente están en el gobierno y no parece. Son meros funcionarios, administradores, aunque quieran dar a entender lo contrario.

Funcionarios, administradores. El malestar de la civilización. El malestar de la ausencia de vuelo. Es posible que eso explique los malestares actuales del gobierno; ¿no somos hombres, no nos jugaremos la vida? ¿seguiremos avanzando por una ruta carente de toda emoción, que le quita el sentido a la vida? Preveo que, en el futuro, estos problemas se agravarán. A pesar de las intenciones civilizadas y civilizatorias del presidente Mujica -un hombre que, a causa de haberse jugado la vida, de haber muerto un poco en el fondo de un aljibe durante muchos años, puede valorar la civilización sin mayor inquietud, pero no es el caso de otros, de la mayoría. No es tu caso, ni el mío, ni el de casi nadie. Queremos alturas y probablemente nos suicidaremos. Sin darnos cuenta; eso es lo peor.

El color del Uruguay es el celeste, como el cielo.