domingo, octubre 31, 2010

Ataúd

—Por las dudas —me dijo Coria—, le dejo mi teléfono y mi dirección.
Y me entregó el papelito. Yo lo leí rápidamente y, salvo por la novedad de que Coria viviera en esa calle, no me interesó. En realidad deseaba salir cuanto antes de su oficina, dar unas vueltas por el Centro, comer algo liviano, tomar un café y quedarme un rato mirando hacia fuera por el ventanal, sin pensar en nada. Lo que hacía siempre. Pero aún debía oír y hablar un poco más.
—Lo llamo el martes —continuó—. Si es posible, de tarde.
Tal vez de tarde yo no estuviera. Debía advertírselo. Pero me dio pereza pensar, calcular si el martes podía estar en casa o no. No había traído la agenda. Y aunque la hubiera traído, hacía tiempo que no anotaba.
—Sí, llámeme el martes —dije al final— . Pero después de las ocho.
Coria asintió.
—Lo voy a llamar —dijo—, salvo que se me presente un imprevisto. Si así fuera, le pido que por favor me llame usted.
"¿Por qué complica las cosas?", pensé. No hice caso. Tomé la carpeta y me levanté del asiento. Extendí la mano hacia Coria.
—Bueno —dije—, el martes arreglamos los detalles. Yo ahora tengo un compromiso, y si me disculpa...
Coria me miró con cierta incredulidad; parecía hacerle gracia mi actitud.
—¿Ya se va? Aún falta acordar lo de...
—Cierto, cierto —dije, y me senté de nuevo. "Qué sufrimiento", pensé.
—Vea —y dijo mi apellido—, los informes son claros en ese sentido, y he pensado que...
Yo había dejado de escuchar; me llegaban las palabras pero no las frases. Por momentos imaginaba que Coria era un personaje absurdo y maligno de Alicia en el País de las Maravillas; y me incomodaba darme cuenta de que entonces yo sería Alicia. "¿Acaso me identifico con una niña?", pensaba. Pero por otra parte me enorgullecía un poco estar del lado de Alicia. "Sí; yo soy como Alicia", pensaba.
La palabra dólares me sacó de mi ensueño. Me alarmé un poco, pues ignoraba de qué estaba hablando Coria.
— ... y así le puedo hacer un precio. Dos mil ochocientos —anunció. Y quedó sonriente, en espera de una respuesta. Sí; no; tal vez; ya veremos. Mi única respuesta posible era no sé.
—Mire, Coria, no sé —anuncié a mi vez, y me paré—. Debo consultar. Le agradezco la información y la propuesta. Yo, ahora...
—No se vaya. Podemos dar con un precio mejor.
Maldito si me interesaba un precio mejor. Me interesaba estar en la calle, al aire libre y al sol. Fuera del mundillo en el que me obligaba a vivir la empresa de mi padre. Pero me senté de nuevo. "Este hombre no me suelta", pensé.
—¿Quizás un descuento del dos coma seis por ciento? —dijo Coria, con una sonrisa muy amplia. Me llamó la atención cuánto sonreía. Se le veía un diente de oro.
—No. O quizás sí —dije—. Luego lo vemos. Ahora compréndame, se me hace tarde. — Me paré otra vez, dispuesto a que nada se interpusiera en mi camino.
—Usted es igual a su padre —exclamó Coria, en tono admirativo—. Duro para negociar.
Eso me daba una excelente excusa. Podía hacerle creer a Coria que yo era duro, muy duro. Que hacía sufrir a mi contrincante. Y que por eso ahora me iba y lo dejaba en ascuas. Porque así se maneja uno en el difícil mundo de los negocios. "Qué ganas de tomar un café", pensaba.
—No somos duros, Coria —dije, mientras me encaminaba hacia la puerta—. Somos apenas prudentes. Nos gusta pensar. Por eso nos va bien.
—Ya veo —dijo Coria, resignado.
Y atravesé por fin la bendita puerta de madera lustrosa, que desde el principio me había hecho acordar a la madera lustrosa de los ataúdes. Imaginé que a Coria lo enterrarían en un ataúd de madera como esa. "Aunque es posible que falte mucho para eso", me dije con pesar y decepción mientras me alejaba por el pasillo.