lunes, noviembre 05, 2007

Yo estaba de traje azul, camisa blanca y sin corbata en un gigantesco hotel, casi una ciudad a puertas cerradas. Era el cumpleaños de mi madre quien era una mujer joven y atractiva, de no más de treinta años. Mi padre, no menos joven, había alquilado una enorme suite -de unos trescientos metros cuadrados- para reunir a los invitados. Yo, un cuarentón semicalvo, tenía una angustia: había perdido mi teléfono celular. Lo necesitaba para llamar a una chica. Así que deambulaba por el hotel, bajando por las anchas y vertiginosas escaleras, recorriendo los grandes pasillos de paredes relucientes, mirando todo el tiempo hacia el suelo enmoquetado en gris. No tener el celular me obsesionaba.
Y empezaba a encontrar celulares pero ninguno era el mío. Ni siquiera se le parecían; eran más nuevos y de diseños atrevidos. De todos modos los levantaba y miraba los mensajes de texto, en un estúpido y loco intento por encontrar alguno de ella.