viernes, agosto 11, 2006

(Primer capítulo de una novelita policial inspirada en las de Rex Stout, que algún día, si Dios quiere, terminaré)

El timbre sonó un par de veces, con inquieta exigencia. Quien lo pulsaba no parecía tener esa mínima noción de urbanidad que implica esperar un tiempo prudencial entre un timbrazo y el siguiente; no había dejado mediar siquiera la mitad de un segundo entre uno y otro. Daba la impresión de que decía: Detengan el mundo, que he llegado yo. Aunque con más benevolencia, podía interpretarse su exigencia como desesperación. Nunca puede descartarse eso ante la puerta de la residencia Asheton.
Como es habitual, me tocaba a mí atender. Francis, el cocinero, estaba en plena efervescencia a esa hora tan riesgosamente cercana al mediodía. Ingrid, trabajaba en las flores del jardín. Elmo había salido en el coche, llevando a Mister Asheton a la consulta del Dr. Raymond. Mi sueldo no incluye las funciones de recepcionista, pero casi siempre es mi apuesto rostro lo primero que ven quienes apoyan la yema de uno de sus dedos contra el timbre metálico de la entrada. Pienso que esto favorece los negocios de Mister Asheton: sin duda los visitantes se llevan una excelente primera impresión.
En este caso, quien no se llevó una impresión ni siquiera pasable fui yo. En la escalinata de mármol había una señora flaca y alta, de cartera rasgada y tapado viejo, cuyos despeinados cabellos oscilaban entre una coloración natural y cenicienta y una artificial y rojiza. Miraba hacia los costados y no atinaba a hablar. Estuve a punto de decirle que Mister Asheton tenía cubierto su cupo de limosnas del mes, pero la mujer extrajo un papel manoseado de la cartera y me lo extendió.
—Por favor, léalo —me urgió. Su voz era minúscula, y eso parecía disimular su evidente falta de sentido común: no había dicho su nombre ni preguntado por Mister Asheton. Me produjo una sensación sumamente desagradable. Me sentí como un enfermero en un hospital psiquiátrico, al que una pobre internada le exigía, en su delirio, tareas absurdas. De todos modos accedí; tomé el papel de su mano. Supuse que eso harían los enfermeros psiquiátricos.
La letra era manuscrita y muy desordenada. Los renglones se inclinaban hacia arriba, como si quisieran volar. Era sin duda un pedido de auxilio dirigido a Mister Asheton, pero las faltas de ortografía y la pésima sintaxis me hastiaron; consideré necesaria una explicación oral. Levanté la vista del papel.
—Sé apreciar la prosa —dije—, pero también gusto de las canciones. Si tiene a bien explicarme con sus propias palabras...
La mujer me interrumpió; sacudió la cabeza y movió las manos en irritada negación.
—No, por favor —dijo—. El motivo por el que traigo la carta... Oiga, yo no sé expresarme. Me llevaría mucho tiempo. No quiero abusar del tiempo de Mister Asheton. O... —Súbitamente cayó en la cuenta de que existía algo llamado “la realidad”, a la que debíamos adaptarnos aunque no quisiéramos— Pero ¿es ésta la residencia de Asheton? —Había abierto mucho los ojos, quizás con terror. A fin de cuentas, no eran feos. Marrones y profundos. Al menos algo atractivo había en ella.
A pesar de ese atractivo, jugué cruelmente con la idea de decirle que no; así me la sacaría de encima. Pero la verdad es que me había intrigado y no disponía de ningún entretenimiento con el que matar el tiempo hasta la hora del almuerzo. Podía ocuparme de ella, con el fin de tomar notas para una novela que pienso escribir cuando me jubile. Con la clase de experiencias que suelo vivir al servicio de Asheton, será un éxito editorial y yo seré un firme candidato al Premio Nobel de Literatura. Me llenaré de gloria, y la prensa, los críticos y las mujeres me perseguirán para tocar la orla de mi túnica. Seré muy feliz y nunca más tendré que abrir una puerta con mis propias manos.
Sonreí, en parte por mis sueños y en parte para tranquilizar a la mujer.
—En efecto, tocó usted el timbre que buscaba —dije—. Y yo le he abierto y me debe una satisfacción. Las personas suelen decir su nombre cuando se presentan en casa ajena. No es más que una costumbre y tal vez convencional en exceso, pero hace más amena la vida, ¿no cree usted? Eso, al menos, me enseñó mi madre...
—De acuerdo, de acuerdo —dijo la mujer, cortándome la inspiración—. Estoy nerviosa. He pasado unos días... De acuerdo. Soy Mary Crandon. Busco a Mister Asheton. Mi amiga Laura me aseguró que... Al diablo con mi amiga Laura, eso no viene al caso. Quizás más tarde vendrá al caso. Bueno, busco a Mister Asheton. ¿Se encuentra en la casa?
—No —respondí redondamente, con secreto placer. Temí que la mujer se desmayara en la escalinata, pues se puso muy pálida y se tambaleó un poco. Respiraba con dificultad. Dar con Asheton era, al parecer, un asunto de vida o muerte. O tal vez ella era demasiado hipersensible. Como enfermero psiquiátrico yo debería buscar al médico de guardia e informarle que la paciente del sector C hacía un cuadro de descompensación aguda.
—Tranquilícese —dije—. Soy Andrew Ball, el asistente de Asheton y no tengo inconveniente en recibirla.
Abrí aún más la puerta y me hice a un costado, pero la desencajada mujer no parecía asimilar el impacto de la ausencia de Asheton y no atinó a dar un paso en dirección a la puerta. Se había encorvado, y sostenía firmemente entre los brazos la rota cartera. Parecía temer que se la robaran. No imaginé qué clase de ladrón barato querría apoderarse de ese adefesio, aunque, sin duda, a mí me tentaba. Quería saber qué guardaba allí con tanto celo. Tal vez su peine.
—Adelante —insistí, y esto produjo algún efecto. La mujer se irguió, perdió un poco la expresión de alarma, pareció concebir la posibilidad de un mundo más seguro que aquel en el que vivía, y dio los pasos necesarios para ingresar en el recibidor. Al pasar cerca de mí, me llegó el amargo olor de sus ropas. Era evidente que necesitaban un buen lavado. Consideré la posibilidad de evitar que se sentara en la oficina. Los sillones allí eran nuevos y muy apreciados por Mister Asheton. También por mí, que solía usarlos. Imaginé ese olor adherido a los suaves terciopelos y sentí que era yo quien ingresaría en un mundo más penoso.
La hice sentar en la silla del recibidor. La madera no absorbe los olores como el terciopelo.
—Espere un momento —le dije, y salí del recibidor. Había decidido tomar calmadamente una taza de café en la cocina antes de meterme de lleno en el inquietante mundo de Mary Crandon.