miércoles, julio 12, 2006

(otra fragmento de novela imposible)

Hacía rato que hablábamos dentro de ese pequeño rancho ahumado por nuestros propios cigarrillos -el cenicero, grande y redondo, desbordaba de colillas, unas encima de otras, conformando una especie de ser emergente y con decenas de cortos tentáculos-, y nos moríamos de calor; lo cierto era que a pesar de la lluvia intensa que repiqueteaba sobre el techo de tablas (que goteaba a veces, aunque poco; una gota gruesa que sistemáticamente hacía tintinear la cuchara que había quedado sobre la mesa a la cual estábamos sentados; una cuchara sucia de café con leche reseco que había quedado ahí desde la merienda), lo cierto era que,a pesar de la lluvia y de la noche no había descendido la temperatura; el viejo Hamlet lo atribuía al período del año y yo no se lo discutía porque los cambios en la temperatura eran una de las muchas cosas que ignoraba sobre la región, casi completamente nueva para mí; hasta donde yo había visto era un paraje más bien árido y, durante el día, ardiente como pocos; la tierra (casi sin pasto) crujía bajo nuestros pies, y a lo más se podía esperar pisar arena; pero la arena, por supuesto, quemaba como una brasa de cigarrillo, como mi brasa de cigarrillo que ahora iba a dar una vez más contra el poblado cenicero.
Hacía rato que hablábamos y no con entusiasmo; era una conversación con muchos silencios, y a decir verdad, aunque yo admiraba al viejo y me interesaba lo que tenía para contar, le había escuchado antes esas historias, más de dos veces, y empezaba a pensar que no le quedaban otras; de todos modos siempre resultaba notable su manera de contarlas; pero incluso eso iba perdiendo su novedad, así que esperaba que volviesen las mujeres, aunque quizás todavía demorarían (era una intuición; en realidad no tenía reloj y no había ninguno en el rancho salvo el pequeño despertador de Sara, que -según creía recordar- ella aún no había sacado del bolso; y yo estaba con el cansancio de todo el día y con la relativa sueñuera que me generaban las lentas palabras del viejo -aunque por momentos no venían y me sentía incómodo porque pensaba que el viejo había notado mi poca atención y que quizás se había ofendido; entonces lo miraba y asentía y murmuraba algo que le diera a entender que podía continuar; y luego no tenía más remedio que encender, lentamente, otro cigarrillo).
Las mujeres demorarían pues el almacén quedaba a casi un quilómetro de distancia, y con esta lluvia era posible que demorasen aún más, aunque habían llevado capas de plástico, botas y un par de paraguas; de todos modos era posible que hubieran decidido quedarse a esperar que amainara -las imaginé, a las dos, paradas bajo el pretil del almacén, las espaldas casi tocando la pared, mirando en silencio y casi con temor la enorme cortina de lluvia nocturna que encharcaría los caminos al punto que se les haría difícil regresar; de todos modos, no había manera de ayudarlas, no teníamos un coche y casi no teníamos vecinos (y ellos tampoco tenían coche, salvo un anciano flaco y desdentado que salía temprano en la mañana a mirar con el entrecejo fruncido hacia el sol, como para comprobar que seguía allí, y luego entraba de nuevo a su rancho, casi una casilla, y no se lo volvía a ver; yo me preguntaba qué comería, pues nunca se lo veía haciendo mandados -como si el deseo de salir y aun el de comer se le hubieran muerto junto con el auto, un Ford T sin ruedas que se oxidaba al lado del rancho).