lunes, agosto 21, 2006

(fragmento de una novelita de ciencia ficción que, por favor, a qué terminar)

Más de un año ha pasado desde el fin de la invasión y aún es posible ver las consecuencias del destrozo. Basta salir a la calle, a cualquier calle, y deambular. Grandes metales retorcidos, ferrugientos, donde a veces los mendigos hacen su vivienda. Enormes y sucios agujeros, verdaderos focos infecciosos, en los terrenos donde antes se elevaban edificios. Caminantes mutilados, con viejas quemaduras mal curadas. Niños durmiendo bajo cartones. El desgastado y curioso esqueleto de un edificio tumbado sobre un baldío. Plazas con monumentos rotos. El sol y el viento acechando con entera libertad. La planicie que permite divisar desde todas partes el horizonte… En fin; nuestra realidad, que alguna vez pareció inalterable.
Montevideo, desde luego, ya no es la ciudad de nuestro pasado. Quienes nacen ahora jamás podrán imaginar la grata apariencia anterior de esta ruina costera. Tal vez el regreso del mar —de lo que antes llamábamos “el mar”, en verdad un estuario— recupere algo de aquel viejo esplendor. Se estima que en un tiempo más las corrientes marinas empezarán a llenar de nuevo los lechos vacíos de nuestras playas. Ojalá así sea. Más que la desaparición de edificios, he lamentado ese cambio en el horizonte; me he sentido huérfano al sentarme en los rotos muros de la rambla y contemplar esa línea recta seca, amarilla y difusa allá a lo lejos, al final del cielo. Muchas veces me digo que, por suerte y por lo menos, el cielo es como antes.