domingo, octubre 23, 2005

No recuerdo cómo empezaba el sueño, pero sí que había una ciudad mediana, escarpada y laberíntica, con una rambla casi desierta alrededor y una luz diurna intensa y reseca, no calurosa. Rondábamos los márgenes de la ciudad todo el tiempo, aislados, a merced del agua quieta de la costa, del horizonte interminable. Teníamos un objetivo, que no recuerdo ni recuerdo que me importara.
Nuestro grupo era también, al igual que la luz del día, reseco. Excepto yo. Yo era el tipo joven y vivo. Los otros, mayores, casi unos viejos, parecían más animosos pero sólo en la superficie; por ejemplo, siempre estaban dispuestos a entrar en unos oscuros bares portuarios que aparecían en la rambla, pero no hacían más que sentarse y quedar aplastados, silenciosos, rumiando quién sabe qué pensamientos o quizá no pensando en absoluto, con las mentes en blanco. En cambio yo me separaba de ellos y entraba en lindos bares amplios, familiares y con explanadas, me sentaba a una mesa bajo un toldo metálico y el mozo me traía diligentemente el diario, una taza de café, un plato con bizcochos y un cenicero con una cajilla de cigarrillos dentro. Yo sentía que se debía vivir así y que no era difícil hacerlo. Pero cuando el mozo me traía la cuenta me desesperaba, porque el precio era exorbitante y aunque tenía el dinero en la billetera, si pagaba no llegaría a fin de mes.