jueves, agosto 18, 2005

Soñé que volvía a mi vieja casa, esa que perdí a causa de las deudas. Iban a instalar allí una clínica médica; las reformas estaban muy avanzadas. Yo descubría que mi primo era el actual propietario. Él nos guiaba en la visita. Todo estaba diferente aunque más o menos reconocible; y bastante oscuro y encerrado. Al parecer el trabajo había sido muy difícil —sobre todo en la cocina—, mi primo lo explicaba con mucho detalle pese a que yo no prestaba atención (algo relativo a los azulejos —creo. Humedades —creo. No sé. No importa. Al contrario de lo que me pasa en otros sueños donde aparece la casa, no sentía angustia ni tristeza, ni siquiera una nostalgia muy fuerte. Apenas cierta módica curiosidad, al estilo de "pensar que viví aquí durante tanto tiempo". Y en el fondo —no sin algo de maldad—, disfrutaba con los problemas relatados —y también con las feas cañerías de plástico rojo que habían dejado por fuera de las paredes del pasillo).
Más tarde mi sobrino de siete años y yo nos apartábamos del grupo y subíamos por la pequeña escalera que daba al altillo. Allí encontrábamos una habitación más bien vacía, aunque enmoquetada y con un entrepiso de madera. Mi sobrino se iba. Yo subía al entrepiso; quedaba acostado boca abajo y miraba por un amplio ventanal que daba a lo que antes era la azotea: ahora un gimnasio al aire libre, en uno de cuyos lados —el opuesto al del ventanal— se erguía una cancha de paddle, cerrada con tejido de alambre e iluminada. Se oían los golpes con eco de la pelota, y los ocasionales gritos de los jugadores. De pronto, en el "gimnasio" que quedaba entre el ventanal y la cancha, bajo el cielo de la noche aparecían unas adolescentes vestidas a la manera de las porristas de football americano o más bien a la manera un poco carnavalesca en que a veces, en los programas de televisión latinoamericanos, imitan los uniformes de esas porristas. Sea como fuere, practicaban una suerte de gimnasia aeróbica, bailada. Algunas de ellas me miraban con picardía no exenta de erotismo.
Luego descubrí que ese entrepiso era algo así como una cafetería (pese a que había una sola mesa, con un solo comensal: una mujer —mayor que las porristas—, delgada, agradable y seria, que tomaba con mesura su té. Al principo no parecía tener ninguna relación con la actividad deportiva de allá fuera. Sin embargo levantó la vista y empezó a dar órdenes, a criticar el rendimiento, sin abandonar su enmantelada mesa servida y en una voz alta y exigente de entrenadora olímpica. Después de todo —reflexioné—, si uno la mira bien es una mujer con una belleza trabajada y quizá creada por la gimnasia).