domingo, julio 24, 2005

La enseñanza

Alguna vez dejaré de tomar café. De fumar. De rascarme la entrepierna. Pero no dejaré de espiar por la mirilla de la puerta de entrada, cada vez que suene el timbre.
El apartamento es largo, me gusta que sea largo salvo cuando suena el timbre, porque estoy lejos y debo levantarme de la silla ante la computadora y avanzar penosamente por el pasillo (largo, largo) y llegar a la recepción y espiar por la mirilla. Todo esto es malo cuando no espero a nadie. Además me despierta sospechas, porque ¿cómo entró esa gente al edificio? ¿Por qué el portero la dejó pasar? Salvo cuando toca timbre el portero. De saco y corbata.
—¿Me puede firmar un cheque? (Siempre quiere que le firme un cheque. A veces son gastos por reparaciones, imprevistos, etc., pero casi siempre se metió en un préstamo que no puede pagar y necesita adelantos).
—Bueno —digo. Y tomo el papelito alargado, lo leo, le pido lapicera, apoyo contra la puerta abierta y escribo mi inicial y mi apellido (mi “firma habitual” —que siempre me sale diferente, debo tener un problema de identidad, en una época eso me preocupaba, ahora no, a los cuarenta años uno deja de preocuparse por todo).
Se lo entrego y él agradece y le veo la espalda (con saco) y se mete en el ascensor, por fin. Puedo regresar a mi cálida soledad, a mi computadora.
En fin: que toque timbre el portero no es demasiado grave.
Mucho más grave es el caso de los maestros.
El timbre suena con fuerza y no espero a nadie; resoplo y me paro y decido hacer esperar —porque no espero a nadie. Si se trata del portero tendremos esa escena que se repite una y otra vez como en un sueño. Puede esperar. Entro a la cocina sin ningún motivo —salvo el de hacer otra cosa que ir hasta la puerta. Después, claro, el timbre suena otra vez. (Por alguna razón la gente entiende que uno no debe demorar; creo que calculan mal la dimensión de este apartamento, les parece que uno llega enseguida hasta la puerta, y que si no llega, es porque no oyó. O más bien porque no quiere atender y hay que protestar, tocar otra vez, y bien fuerte, ese timbre de bronce oscuro. Es increíble cómo la gente a veces tiene razón).
Suena una vez más, largamente. Voy, molesto como siempre, con cierto apuro y diciendo “¡ya va!”. Es el colmo decir “¡ya va!”. Hablar antes de saber con quién está hablando uno.
Espío por la mirilla y es un barbudo. Bueno, conozco a algún barbudo, pero a ése no, aun descontando la deformación que produce el lente (las caras quedan con grandes narices, y si la luz del corredor allá afuera se apaga, se ven cabezas oscuras, siluetas siniestras). No conozco al barbudo, que además tiene anteojos.
—¿Quién es? —pregunto. Mi tono no es, no quiere ser amistoso.
—Traigo cajas —anuncia en voz muy alta. (La gente habla en voz muy alta cuando queda a oscuras —el barbudo había quedado a oscuras, se había apagado la luz del corredor de afuera—, hablan alto como si hubiese ruido en vez de oscuridad. Es rara, la gente). Trae cajas. Enseguida comprendo. Enseñanza Primaria.
Desde unos meses atrás, se ha instalado una oficina de no sé qué cosa de enseñanza primaria en el apartamento de enfrente. Un gasto desmedido para el Estado; estos apartamentos tienen gastos comunes altos como un alquiler y además ahí el Estado paga un alquiler también muy alto. Pero no es un misterio cómo funciona el Estado. O quizás es un gran misterio, uno de los más graves del universo que nos rodea. Sea como fuere, se ha instalado una oficina pública —en este edificio. Y a cada rato vienen los maestros —en grandes cantidades, a veces— a traer unas enormes cajas con no sé qué evaluaciones aplicadas masivamente a los alumnos. ¿Los niños sabrán que sus maestros cargan cajas y tocan el timbre equivocadamente y tienen esa apariencia tan lamentable a las tres de la tarde en un corredor ajeno?
Le grito que no —que es enfrente.
—Traigo cajas —insiste con una especie de tonta alegría, como si le gustara y fuera simpatiquísimo traer esas cajas.
—No. ¡El apartamento de enfrente! —Grito el número, pero sé que ellos creen que el número es el de éste. Aquí se aplica una especie de ley cósmica: “Si un maestro debe traer cajas al 902, siempre creerá que es al 901. Y se lo discutirá al propietario, con gran convicción”.
La ley se confirma una vez más.
—Es para el 901 —declara, siempre con esa alegría, con esa seguridad de que el mundo es claro y simple.
—¡Para el 902! —retruco con odio. Mi única seguridad es que no le abriré la puerta de ninguna manera. Me repugna el estado actual de la Enseñanza.
No, no le abro, y al fin veo su gordo cuerpo en camisa estrecha girar y encender la luz y dirigirse —lleno de dudas y lentitud— hacia el 902. Hacia el hermoso —para mí— timbre de plástico del 902. Y toca, espera y le abren, santas mujeres funcionarias. (Le abre la que tiene grandes senos; es un placer mirarla). Me quedo mirando, complacido, su entrada. Después esa puerta se cierra. Paz. Tranquilidad. Paz y amor.
En fin, pueden pasar muchas cosas, pero no dejaré de espiar por la mirilla.