viernes, julio 15, 2005

El cuerpo

Observo la plaza con el corcel y el jinete en el centro. Los edificios que la circundan como un murallón. A lo lejos, la vieja cúpula de la catedral. Imagino cómo sería la vida en aquellos tiempos.
La gente, más sencilla y religiosa entonces, no apreciaba el valor arquitectónico de la catedral. Considerarían pecaminosa esa clase de aprecio. Su apasionada fe los llevaba a desear únicamente valores espirituales; únicamente el Cielo. La cúpula era, para ellos, una especie de nave celestial. Las ansias por llegar a un Dios generoso. Y cuando las campanadas resonaban, ingresaban en orden en la catedral. El sacerdote los acogía uno por uno, murmurando unas serias palabras de agradecimiento. A fin de cuentas, la iglesia dependía de las ofrendas de esos feligreses y él dependía de la iglesia. El pan que partía en la soledad de su celda. El agua en la jarra de metal. Esos bienes estaban en sus manos porque él recibía a la gente. A la vez debía hacerlo con dignidad. No era una tarea sencilla. Requería mantener la calma. Por suerte, nadie nunca descubría la impostura. Ni siquiera el sacerdote, que terminaba creyendo en su actuación. Nada es más sagrado que aquello que nos mantiene activos, que nos da la comida, que nos da un lugar en el mundo.