lunes, junio 27, 2005

Crónicas del futuro

Al salir a la calle, me topé con el segundo dinosaurio del día; un tiranosaurus rex. Di un largo rodeo para que las babas del enorme animal no cayeran sobre mí. De todos modos recibí unos gotones, más que nada en el hombro izquierdo. El olor era desagradable, una mezcla de aliento profundo con sangre más o menos fresca. A las pocas cuadras no lo aguanté más y me quité la camisa. No era el único que andaba con el torso desnudo; algunos (pocos, a esa hora del atardecer) también iban con la camisa en la mano. Compadecía a las mujeres; no estaba bien visto que se desnudaran de la cintura para arriba. Algunas, rebeldes, salían a la calle en pollera y con la parte superior de un biquini, pero eso resultaba un poco escandaloso, así que la mayoría andaba enteramente vestida. Los hombres, en cambio, ya podíamos ir a trabajar con el pecho descubierto; lo permitían los prejuicios sociales, y también esa especie de verano eterno que se había instalado en el país. Ese verano era uno de los tantos cambios extremos, y no me parecía el peor. Aunque en mi niñez había detestado el calor y la transpiración y el ardor en la piel, ahora estaba aprendiendo a disfrutarlos. "Todo tiene su parte buena y su parte mala", pensé. El tercer dinosaurio apareció en la bocacalle; era un mastodonte enorme, robusto y maloliente que venía trotando hacia mí como un elefante furioso. Crucé con apuro hacia la otra vereda; así pude evitar que la bestia me pasase por encima. "Si el gobierno no toma medidas, los accidentes continuarán", pensé. Pero el gobierno no quería inmiscuirse; eso lo sabíamos todos. "Habrá que esperar hasta el año electoral —pensé—, entonces, quizás...".
Empezaba a refrescar. Decidí ponerme de nuevo la camisa.