domingo, junio 19, 2005

(Fragmento de una novela policial que jamás terminaré)

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Sentía los globos oculares hundiéndose en las órbitas con un suave dolor, y veía cientos de estrellitas de varios colores girando contra un fondo marrón, como un pequeño universo misterioso, como en las tardes plácidas y felices de la infancia cuando todo era nuevo. Se estaba masajeando los párpados cerrados con las yemas de los dedos, porque le picaban. Hacía días que no se bañaba, estaba sucio y pegoteado y por fin regresaba a su apartamento, a estar tranquilo. Iba por el pasillo penumbroso oyendo sus propios pasos y no dejaba de masajearse los ojos, se le había transformado en una obsesión, un placer sencillo al que no había por qué renunciar. No se preocupaba por avanzar a ciegas, conocía bien ese pasillo pero sintió que la punta del pie derecho se trancaba, hundiéndose en algo imprevisto que enseguida imaginó como un enorme y pesado bulto de ropa, abandonado en mitad del pasillo. Se quitó la manos de la cara, abrió los ojos, intentó mirar pero no pudo ver. En parte por la visión nulada, en parte por la penumbra. La vista se le fue aclarando, y encontró al tanteo la vieja llave de la luz; subió la palanquita y apareció el gordo vecino viejo, en mangas de camisa blanca y pantalones negros, descalzo, desparramado boca arriba en el sucio suelo con dos agujeros intensamente rojos en lugar de los ojos. Giménez soltó un aullido sordo, sin dejar de mirar y fue subiendo las manos a la cara hasta que taparon otra vez sus ojos, hasta que dejó de ver sin dejar de gritar.
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