sábado, abril 23, 2005

Cajas

La cajas de cartón de mi padre ocupaban casi enteramente la oficina; casi había dejado de ser una oficina, pues de oficina sólo le quedaba un pequeño escritorio acorralado por altísimas pilas de cajas enormes, pesadas, peligrosas si se caían, llenas de instrumentos metálicos complejos y mucho más pesados de lo que parecían a simple vista, aunque no se veía ni uno solo pues estaban firmemente empaquetados dentro de las cajas, y las cajas estaban selladas, engrapadas, apretadas con fuerza por muchos metros de cinta plástica marrón, a veces nueva, a veces vieja, siempre pegajosa, y abrir una de esas cajas era complicado y riesgoso pues había primero que bajarla desde grandes alturas, montado en una escalera siempre demasiado baja y temblorosa, de escalones frágiles, de mala madera, de clavos poco confiables, y no sólo era difícil sacar la caja sino equilibrarse con la caja entre las manos en lo alto de la escalera, y empezar a descender con cuidado, primero un pie, luego el otro, y siempre a ciegas, pues la enorme caja quedaba delante de uno y muy cerca de la cara, tan cerca que era casi imposible mover la cabeza y mirar hacia los costados o hacia atrás, y los escalones crujían, parecían ceder al punto de romperse, y una caída desde esa altura y con esa caja sería probablemente mortal, o al menos muy seria, y uno sufría durante todo el descenso. Luego, una vez en el suelo, abrir la caja era otra aventura desagradable, pues había que manejar tijeras o trinchetas, y manipularlas con mucha energía; era habitual hacerse un corte, por lo general pequeño pero en ocasiones profundo y muy doloroso, en los dedos o en la palma de una mano, y mi padre siempre tenía alcohol yodado, agua oxigenada, algodón y vendas guardados en el botiquín ferrugiento tras el espejo del minúsculo cuarto de baño, un cuarto de baño casi inutilizable, pues allí también imperaban abrumadoramente las cajas.