jueves, julio 12, 2007

Años después

¿Cuántos extraños caben en la plaza? Es la clase de pregunta que no me hago. Es inútilmente enloquecedora. Además sé la respuesta: Muchos. Demasiados.
Luego habría que ver si todos son extraños o entre ellos hay alguna gente que conozco.
Nada de auténtico interés.
Sigo mirando por la ventana. Es una tarde lenta. Soleada pero fría. En unos minutos bajaré y cruzaré la plaza. No podré verme. Seré uno de los extraños que no entra en la categoría de extraño, excepto para otros. Allá ellos. Es su problema. O no es su problema en absoluto. Tampoco para mí, aunque me preocupa el frío. Mi presión arterial. Mis pocas ganas de cruzar la plaza. En fin, tendré que salir. Pienso en mi gabán gris. Tiene solapas que, levantadas, me esconden el cuello y la mitad de la cara. Mi escudo. Voy en su busca. Está en el ropero. Cuelga, oscuro y pesado, entre otros.

Además me puse el gorro de lana, negro y encasquetedo hasta la mitad de la cabeza, apenas por encima de los ojos, las cejas ocultas. Fuera de la plaza, me vi reflejado en las vitrinas: parecía quizá un delincuente o al menos un personaje nada confiable. Me gustó esa buena mala apariencia. Me gusta ser ese extraño. El Asesino Misterioso.
Regresé pensando en películas de Woody Allen, pero sólo en aquellas donde hay asesinatos cometidos por gente de la aristocracia. La necesidad de mantener la Posición a toda costa. Eliminar toda amenaza sin reparar en el modo. Me gustaría hacer una película así. Bah, me gustaría hacer una película. Punto. Pero sólo porque la literatura no llega a nadie. Aunque es cierto que puede hacerse dinero coordinando talleres literarios. Eso es verdad.

Está caliente mi apartamento, dejé las estufas encendidas. Son eléctricas. Gastan demasiado. La factura de la electricidad viene altísima. Pero mi presión arterial -y el simple deseo de vivir sin tanta angustia- me obligan. Todo en este mundo es una energía puesta al servicio de otra. Un esfuerzo a cambio de un placer. Eso lo entendí hace años. Y desde entonces gano más dinero.
Y desde entonces, a decir verdad, me obsesionan menos los extraños en la plaza, y me resultan menos extraños. Sólo pienso en ellos, y muy poco, en tardes como ésta. Inusuales y casi amables a pesar del frío y la necesidad de salir a la calle a pagar unas cuentas.