lunes, junio 26, 2006

(otro fragmento de novela, bien inútil)

Me senté a una mesa alejada del ventanal, es decir que dejaba de ver al gentío que paseaba por la vereda. Aquello de apartarme del gentío me extrañaba; durante casi dos horas había deambulado entre esa masa veraniega, y a mi pesar me había habituado. Hasta habría preferido seguir viendo a esa gente que iba y venía todo el tiempo. Pero no lo haría por un rato: no quedaba una sola mesa libre entre las que bordeaban el ventanal, ni entre las del medio del local, e -incluso- había sólo dos entre las que se apretaban contra la pared del fondo; en una de ellas me ubiqué. Desde allí me dediqué a contemplar el panorama. El techo era alto, el local amplio, pintado de un anaranjado intenso, cuadrado y muy caluroso -en parte por el fuego de la parrilla y en parte por el enorme aglutinamiento de gente sentada, conversadora y deglutidora. El ruido era importante, y sin embargo la música se oía con claridad. Giré la cabeza y descubrí al cuarteto de jazz en una esquina. Bajo, batería, saxo y teclado. Giré un poco en la silla para mirar mejor. La mayoría de la gente no los miraba a los músicos. Se limitaban a oír sin atención, considerando quizás que en un restorán la música no podía valer gran cosa. O que tal vez nunca valía gran cosa. Yo me había ilusionado con entrar a un lugar alegre, y estuve a punto de desilusionarme. Pero supe que, de algún modo, este lugar lo era; a pesar de su ávida vulgaridad, de su calor casi insoportable, de su desprecio por todo lo que no sea palpable y masticable, había, en el aire, entre las cabezas, un algo que todavía me hacía respirar...