domingo, junio 04, 2006

(fragmento de "Piriápolis", una novela)

La carne estaba buena, aunque un poco demasiado cruda para mi gusto. De todos modos, la devoré, pues tenía mucha hambre, y además estaba ansioso. Necesitaba tragar, como en los tiempos en que fumaba. Había dejado el cigarrillo un par de meses atrás, pero ahora me tentaba comprar un paquete. "Sólo uno, y fumar un solo cigarrillo por día", pensé. Me engañaba a conciencia, pues sabía bien que de ese modo terminaría fumando medio paquete por día, y enseguida uno entero, y finalmente dos. O dos y medio. Pero no podía planear un abordaje a la muchacha sin fumar. Me limpié los labios con la servilleta, giré la cabeza hacia el mostrador y busqué con avidez algún exhibidor de cigarrillos. No había. Había un televisor, encendido y a muy bajo volumen. Sería televisión por cable, pues las imágenes mostraban a unos osos deambulando pesadamente por un bosque, y luego mostraban a los osos soltando zarpazos al agua de un río, y empujando hacia fuera a unos peces grandes y movedizos. La cámara enfocó a un pescado en particular, plateado, largo y elegante, que se debatía y se asfixiaba sobre la tierra sucia de hierbas. Las tranquilas fauces de un oso lo tomaron y lo levantaron casi con delicadeza, y a los pocos segundos el pescado dejó de pelear; quedó laxo y colgante. El oso giró sobre sí mismo y se metió de nuevo en el bosque. No eran imágenes novedosas, y sin embargo me conmovieron -extrañamente, pues nunca antes se me había ocurrido apiadarme de un pescado, ni pensar qué sabor tendría, crudo, entre las fauces hediondas de un oso. "Así es la naturaleza", pensé, intentando conformarme. Pero no me conformaba. La naturaleza era una boca que se tragaba la vida para continuar con la vida. Aquello era absurdo. Me deprimía. Giré la cabeza y me encontré con mi plato vacío, manchado de sangre y de grasa. Me sentí inquieto, feo y culpable. Casi olvidé mi propósito de conquistar a la muchacha. Después de todo, vivíamos en un mundo horrible, que no merecía celebraciones. Yo me había comido a una vaca, y el pobre animal no había sido consultado; había sido violentamente aniquilado, luego despedazado y conservado en un refrigerador, y sin ninguna conciencia, quemado y servido en mi plato. Ahora reposaba, trozado y mascado, en el fondo de mi estómago, donde los jugos gástricos iniciaban ya su acción disolvente. Me pregunté qué quedaba de la vaca, y me desagradó su destino final; pero para llegar a ese destino final, primero se iría convirtiendo en parte de mí, en parte orgánica de mí, y aquello me resultó extraño y abismal, y empezó a dolerme la cabeza. No era un gran dolor, sino la leve jaqueca que solía sobrevenirme cuando pensaba en profundidad, sobre temas que me inquietaban profundamente. Eran, con todo, temas trascendentes y, a la vez que me dolía la cabeza, me venía unas remotas ganas de escribir. Sabía que si lograba escribir algo vagamente relacionado con el tema, algo largo o corto, pero liberador, desaparecería el dolor e incluso me sentiría liviano y fresco, lleno de una energía amable que me haría muy bien. No había sentido necesidad de escribir desde que había llegado a Piriápolis. Había estado realmente ocupado. Y mi propósito al venir no había sido, precisamente, escribir. Pero ahora me llamaba la atención no haber sentido antes esa necesidad. Me dije que por algo me había enredado tanto, con tantas cosas, entre ellas la muchacha. Y aunque el asunto con la muchacha seguía interesándome, me levanté de la silla, dejé unos billetes y unas monedas sobre la mesa y me encaminé resueltamente hacia la puerta, con intención de ir al hotel y encerrarme en el cuarto.