martes, febrero 03, 2009

Padre, ¿por qué me has abandonado?

Cuando Cristo entró en la ciudad, los hombres y las mujeres del pueblo lo rodearon, no para pedirle milagros, sino autógrafos.

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Mi madre pasa hambre. Yo no puedo remediarlo porque soy muy pobre. Pronto mis hijos, mi mujer y yo pasaremos hambre también. Y mi madre no podrá remediarlo. Sabremos entonces lo que nunca antes habíamos sabido.

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Los fariseos, absurdos en sus negras vestiduras, avanzan por el medio de la calle. La gente se aparta, los deja pasar. Nadie habla en voz alta. Nadie pregona una mercadería, ríe o canturrea. Todos miran. Enseguida apartan la vista.

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Y Cristo entró al templo y encontró a los mercaderes. Vendían, tentaban, pregonaban, con áridas sonrisas. No tiró las mesas, no echó con gritos. Clavó los dedos en las negras frutas, las partió, mostró la podredumbre. Las gentes comprendieron. Nadie compró más.

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Susana me tienta. Sabe que amo sus piernas. Sube por la escalera con movimientos ondulantes, y su pollera es tan corta... No podré, sin embargo, seguirla. Aunque lo hiciera, sé que desaparece al final de la escalera.

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La noche antes de morir, Cristo deambula por el jardín. Está solo, sus compañeros duermen o dormitan. Mira lo que hay, comprueba que es muy poco. Presiente que morirá por unas pocas piedras, unos pocos pastos, árboles y arbustos, y por una gente que es como piedras, pastos, árboles y arbustos...

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—Padre, ¿por qué me has abandonado?
—No te abandoné, hijo mío. Estos son sólo dolores de crecimiento.

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Reviso la ropa interior que guardo en el cajón del ropero. La mayor parte está rota, o desgastada; no podrá remendarse. Pero no tengo ningún dinero para comprar ropa nueva (los precios han subido locamente...). Decido entonces andar desnudo bajo los pantalones. Salgo así a la calle. Es incómodo. La falta de costumbre. La falta de higiene. Además, imagino que la gente me descubre. Por mi parte, descubro que los calzoncillos sirven para que no se noten las erecciones.

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María Magdalena se cubre la cabeza con el manto y se sienta a meditar bajo un árbol. Los otros beben, comen, bromean. Están lejos y no importan. Su alma está surcada de preguntas. El pasado le pesa. Recuerda el fino aceite que vertía en su cabello, la larga cabellera negra y sedosa, ahora ajada. Las monedas relucientes sobre la mesa al costado de la cama. Alguna perdida vez, el placer y el vértigo. Cambió por Cristo y fue bueno. Pero ahora Cristo no le da el placer y el vértigo —nunca.

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Por la ventana entra el sol. Me alegra que llegue el verano, pero la ventana no me alegra, no debe alegrarme pues muy pronto venderé la casa y me iré, y habré pagado mis deudas y perdido mi ventana.

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—Maestro bueno, enséñanos una parábola.
—¿Por qué me dices bueno? ¿Quién es bueno sino nuestro padre celestial?
—Te digo bueno porque amo el poder, y todo lo que es poderoso me parece bueno.
—Vas por mal camino, Satanás. Sólo Dios tiene poder.
—Entonces Dios es bueno.

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Cristo, confuso, recibió a los hombres; sus espadas brillaban en la penumbra. “Ellos no son como ángeles del Cielo, ni siquiera como demonios del Infierno. Son como flores marchitas”. Fue su carne la que pensó. Su espíritu, en cambio, se regocijaba. “El camino está hecho. Lo escrito se cumple. Pronto llegará la salvación”. Lo prendieron con rudos brazos y lo empujaron. Los apóstoles gimieron. Judas guardó silencio. Al otro día, dos soldados molestaron a Pilatos; pedían que juzgara a un hombre.
—¿Al Cristo Jesús?
—A ése, Excelencia.
—Traedme un jarro con agua. Estoy sediento.
Ante él, Cristo dijo poco. Pilatos se desesperaba. “¿Por qué no logro penetrar en la estolidez de este hombre presuntuoso? —pensó— Parece un loco que se jacta de una ridícula corona de papel”.
—Mi dictamen es: azotes, y que lo juzgue Herodes.
—Herodes está muy ocupado, Excelencia.
—Que lo juzgue Herodes.
La carne de Cristo sufrió rajaduras. Pilatos ansió echar el jarro de agua sobre esa espalda roja, combatir de algún modo el dolor ordenado. Pero temió a los funcionarios; irían a contarle al César. “La política es un deporte peligroso”, pensó, y mojó las yemas de los dedos en el agua del jarro. Enseguida se llevó las manos a la cara, y se pasó los dedos por la frente, las mejillas y el cuello. Al fin bebió.
Judas estaba ansioso. La gente no lo dejaba tranquilo. Algunos lo felicitaban: después de todo, habían disfrutado de un magnífico espectáculo, que había quitado insipidez a los días. “No todos los días vemos caer a un dios”, exclamaban, entusiastas. En sus palabras había vanidad, como si ellos hubieran manejado el látigo. Judas comprendió la futilidad de todo. Entró a una tienda y, con parte de su paga, compró una cuerda.
Ante Herodes, Cristo no varió. Parecía más cansado, más gastado por el sufrimiento, pero su espíritu sostenía a su carne.
—¿Es éste el Rey de los Judíos? Un pobre rey que se aturde. Llévenselo de mi vista. Mi jornada aun no ha terminado.
—Necesitamos una sentencia, Majestad.
—La cruz. La cruz, y marchaos.
Los soldados hicieron apuestas. ¿Moriría, o bajaría intacto de la cruz? No los inquietaba el tema, pero los entusiasmaba. Diez de ellos jugaron su salario entero a que bajaría. Sólo dos o tres pensaron lo contrario. Los primeros se apenaron cuando Cristo, tensado e incómodo, expiró. Días después, cuando corrió el rumor de que el Señor había vuelto de los muertos, se excitaron y exigieron el pago.

*

Llegado al Cielo, Cristo se quitó la toga, resplandeció, se tumbó en su trono celestial y miró con placer a sus bellos y queridos ángeles, que lo habían esperado.
—Queridos amigos, no saben cuánto he sufrido. Allá abajo todo es pavoroso, aburrido, cansador. Todo cuesta. La carne es un tormento. El movimiento físico una condena. Ese mundo que creó Satanás es malo. Lo sabíamos, pero no es igual saberlo que experimentarlo. Ahora, por fin ha llegado la salvación. Mi salvación, antes que nada.
Los ángeles tocaron una silenciosa melodía con sus trompetas. Cristo durmió bien, como no había dormido en treinta y tres años...