sábado, abril 29, 2006

En el sueño yo debía recorrer una vez más el somnoliento y alargado local del bar, medio oscurecido a esa hora de la tarde, salir a la terraza con mesas (vacías debido al frío y a la grisura del cielo) y si no encontraba aquello que buscaba (lo cual era posible, y más que posible, probable) bajar por la escalerita de la terraza, recorrer el corto y casi escondido tramo de vereda que bordeaba el mar y subir por la siguiente escalera, más ancha y municipal, para salir a la rambla abierta y seguir buscando. Luego, mucho más tarde, debía repetir el recorrido. Nada ilógico había en esto. Por lo demás, los mozos no se fijaban. Formaban parte tan plena del clima de almidonada cafetería de hotel que caracterizaba al bar, que no detectaban anomalías como mi presencia —no demasiado anómala a fin de cuentas, pues me habían visto antes. Para ellos, yo era un cliente hiciera lo que hiciera, y a mí no me importaba revisar el bar como si fuera de mi propiedad —si bien no osaba meterme detrás del mostrador o cosas por el estilo; me circunscribía estrictamente al espacio reservado a los clientes, buscaba como podría buscar alguien que vuelve porque dejó olvidado su portafolios -sólo que con mayor rapidez e impertinencia. Me apuraba por el local y por la terraza. Me importaba muy poco lo que pensarían los demás.
Luego llegaba al otro bar, más pequeño y aun más alargado, bajo el gran edificio antiguo que parecía coronar esa zona de la ciudad. Allí terminábamos todos, tarde o temprano. Era un lugar de paso, pero solíamos planificar en una de sus mesas (blanca y alargada, de un material muy moderno, como las que hay en las cadenas de hamburgueserías; y el olor era también muy moderno, una suave mezcla de frituras con desodorante ambiental; el resto de la clientela, por su parte, era moderna porque tenía la costumbre de no permanecer mucho tiempo: consumía y se iba; nosotros, en cambio, permanecíamos: con los ojos entrecerrados intercambiábamos informaciones durante una hora, y luego cada uno se iba por su lado, a continuar la búsqueda).
Al otro día yo entraba otra vez al bar de la rambla, respiraba otra vez ese aire limpio y solemne apenas tamizado por el café y las tostadas y recorría el espacio interior entre mesas; parecía que nunca encontraría allí nada nuevo. De todos modos no podíamos prescindir de la revisión: no era imposible que algún día estuviese allí lo que buscábamos.
Y mientras tanto, a pesar de mi empeño atento, pensaba en los demás. Era un grupo agradable aunque no podía decirse que fuéramos amigos. Nos unía el interés por hallar aquello. Teníamos un firme objetivo en común, y eso asentaba entre nosotros una camaradería cómplice más excitante quizá que la amistad. De algún modo, nos amábamos. Teníamos una alta opinión uno del otro. Es lo que sucede cuando se vive de esta manera. Pese a las ansiedades yo no habría deseado, en el fondo, vivir de otra. Seguiría buscando hasta que encontráramos aquello, y ojalá que no lo encontráramos jamás.

Al fin descartamos los recorridos habituales. Hubo nueva información y concentramos la búsqueda en cierto edificio enfrentado a aquel que parecía coronar la ciudad. Era también antiguo, quizá más amplio en su interior —aunque menos alto— y tenía en su base un par de bares de menor categoría, más populares; verdaderas frankfurterías mal iluminadas, impregnadas del olor de la cerveza y del público de los bailes de cumbia. Todo era más sucio y deteriorado allí; pero habíamos descubierto que en una suerte de penthouse en la cima, no sólo la vista de la ciudad era espléndida e inusual sino que había hermosos muebles antiguos en excelente estado de conservación y los pisos de pinotea estaban siempre recién encerados. Ingresábamos clandestinamente cuando el dueño se iba, de ese modo aprovechábamos el amplio y suntuoso apartamento. Era muy cálido debido a que le daba el sol durante la mayor parte del día. En lo personal me habría gustado quedarme a vivir allí. Zulma pensaba lo mismo. Pero ni ella ni yo hablábamos sobre eso, los asuntos personales eran muy secundarios, los guardábamos en nuestro interior con gran reserva como si fueran anécdotas de sueños. Sea como fuere todos intuían que me gustaba Zulma y ella no parecía ignorarlo. Siempre tenía esa sonrisita un poco ladeada y un poco misteriosa en la que yo intuía una burla vanidosa hacia mí y a la vez el placer por saberse deseada. Eso me hacía sufrir, eso me irritaba. Pero no podía evitarlo: me atraía. Era una hermosa mujer, delicada y fuerte a la vez. Yo admiraba su pelo del color de la miel, largo y alborotado; relucía como la pinotea encerada del piso y olía tan bien como el sol que entraba por los ventanales y daba vida a las maderas del apartamento.
Durante un período el dueño regresó al apartamento con mayor frecuencia y debimos limitarnos al sótano, a los ascensores de rejilla y a la galería penumbrosa bajo el edificio. En esa época anduve asfixiado por los olores del hollín y por la mugre general circundante. Aunque no me desagradaba. En particular, me gustaba aparecer en uno de los bares a través de la puerta de vidrio que daba a la galería. Desde luego, no me quedaba en el bar, donde el barullo y un ambiente como de garito imperaba; lo atravesaba con curiosidad, admiraba el colorido de las vulgares ropas de la clientela peligrosa, disfrutaba del calor pesado de las estufas de gas y salía por la puerta principal, también de vidrio. Salía a la vereda, luego a la plaza, respiraba el aire frío y cortante del invierno y a veces me sentía tentado de llegar hasta la rambla, si bien ése era un trayecto ya descartado en nuestros planes. Debo decir que en esa época me sentí un poco solo. Por algún motivo me reunía menos con el grupo, nos desencontrábamos —aunque luego me enteraba de que ellos habían mantenido un intenso contacto— y había perdido de vista por completo a Zulma. Sabía, sin embargo, que ella y yo estábamos en el mismo proyecto y eso me consolaba e inquietaba a la vez. Trataba de olvidar mis preocupaciones íntimas esforzándome en la búsqueda, pero todos sabíamos que estábamos en una impasse: mientras el dueño no abandonara más a menudo el apartamento, casi todo era en vano. Fue un período más bien inútil, de incubación del final.

Sabíamos que la hora había llegado. Lo que buscábamos estaba sin duda en aquel edificio; sólo restaba ubicar en qué lugar. El clima dentro del grupo era distendido a pesar de que se acercaba el momento del ataque. En mí crecían los pensamientos, las sospechas, estaba a punto de alcanzar una revelación que me asustaba. Me sentía traicionado. Había descubierto que Zulma se entendía con Jorge, el líder. Al descubrirlo sentí como si no fuera novedad. Me pareció lógico. Y me dolió. Sentí el empuje de renovadas energías. Comprendí qué era lo que realmente buscábamos; y comprendí que la búsqueda era individual. Cuando llegó la hora de ataque, ataqué yo, sin esperar instrucciones. Intuía que era mi única posibilidad. Trepé por la fachada del edificio, aferrándome a la larga cuerda. Supe que debía romper el vidrio de aquella ventana. Tomé impulso, me balanceé adecuadamente con la cuerda, extendí las piernas hacia delante e ingresé con gran estruendo, de cuerpo entero. Caí sobre un hermoso piso de pinotea encerada (aunque más oscura que la del penthouse). Había una alfombra persa. Allí estaba Zulma, sentada en una silla frente a una gran mesa ovalada; tomaba serenamente el té. Me miró sin decir nada, mostrando la suave sonrisa inamovible. Su pelo estaba más oscuro, del color del té cargado y no del de la miel. Le dije que venía a buscarla, la tomé con fuerza por un brazo. Ella no se inquietó y yo sentí que debía soltarla. Lo hice con suavidad. Se levantó sin apuro, se fue por una puerta abierta, caminaba con desafiante naturalidad, era hermosa a pesar de todo. La seguí, tomando el mango de mi cuchillo envainado a la cintura. La llamé varias veces mientras avanzábamos por un largo pasillo; ella no se dio vuelta, aunque seguramente me oía. Yo sospechaba que me tendían una trampa. Llegaríamos al dormitorio y allí estaría Jorge, esperándome, acostado en la cama, leyendo un libro como si no me esperara. Él era muy ladino; discutiríamos y eso le daría una excelente excusa para matarme. Pensé en Pedro. Quizás su muerte no había sido accidental. La había anunciado Jorge, a fin de cuentas. Pensé que, además de todo, ahora yo vengaría a Pedro.

La cara de Jorge apareció con una sonrisa febril y victoriosa, de perfil por una puerta como un payaso de juguete que asomara sorpresivamente de una caja. Inclusive Zula pareció asustada ante esa cara barbada y angulosa. Sentí que él era lo peor que me había sucedido en la vida, y que si la búsqueda había sido toda una experiencia, ahora debía terminar. Se produjo una intensa discusión; intensa de mi parte, pues estaba muy enojado, fuera de mí; en cambio Jorge se limitaba a soltar locos sarcasmos para exasperarme. Sólo le interesaba el poder, el poder sobre el grupo y la posesión de Zulma. Vencer. Esa había sido su búsqueda, y mientras duraba la nuestra él había logrado colmar la suya. Habíamos sido unos estúpidos, pero ahora yo haría que todo valiera la pena. Mi golpe lo dejó tendido en el suelo, lo durmió por completo. Zulma pareció preocupada, no por Jorge sino por la pérdida de su reinado. Aproveché la situación para apretarle una nalga y espetarle un par de verdades; yo podría haberla amado, si sólo ella... No terminé de hablar; adelanté la cara y le imprimí un fuerte beso en los labios. Me pareció que en sus ojos nacía la admiración por mí: tal vez calculaba que yo ahora podría hacerme con el gobierno del grupo. Estaría evaluando si le convenía ponerse de mi parte. Mierda. Que se fuera a la mierda. Le apreté la nalga una vez más, con furia, la solté con desesperación y me fui por el pasillo. Llegué hasta la ventana rota. Alcancé la cuerda, me aferré, tomé mucho impulso y salí con tanta fuerza que fue como volar. Sentí el poderío del vuelo, yo cruzaba el alto aire sobre la avenida, era dueño de mis movimientos, podía llegar hasta una ventana del edificio de enfrente y supe, de algún modo, que esto era lo que andaba buscando.