lunes, febrero 27, 2006

Cuando empieza a decaer la luz del día, empiezan a encenderse los luminosos de los comercios, casi en conjunto con los altos focos de las calles. También empieza a imperar ese olor difuso, peculiar y amplio, no desagradable, compuesto vagamente por el escape de los coches, por el suave descenso en la temperatura, por la intemperie y, casi se diría, por el ruido y el movimiento y los reflejos coloridos en las vidrieras. Es el verdadero olor de la ciudad. El calor del sol lo desgasta y lo oculta, lo recarga y lo estropea. En cambio a esta hora la ciudad se libera de la opresión y lo festeja sin saberlo. Es un momento encantador para permanecer en el Centro, pero también es el momento en que —no por un deseo mío sino por las obligaciones del día— suelo meterme en el hotel, para darme una ducha, descansar un poco y al fin cambiarme de ropa. Aprovecho los instantes posteriores a la ducha para mirar hacia fuera por la ventana de la habitación. Pese a que da a una especie de gran patio interior (conformado por paredes con ventanas idénticas a la mía), alcanzo a ver, arriba, los tanques de agua y las antenas de algunos edificios cercanos y, en particular, el cielo, el cielo que cubre la ciudad y hace que me sienta parte del todo.