lunes, enero 02, 2006

Soñé que yo era Frank Zappa -y no tenía un gran bigote ni un poco de pelo bajo el labio inferior ni era un músico notable sino que simplemente era Frank Zappa, pese a que mantenía mi forma original de tipo corpulento, torpe, barbudo, rubio y montevideano. Es decir, era yo, el de todos los días, pero a la vez era, con toda naturalidad, Frank Zappa.
Estaba acostado durmiendo, y mi preocupación era estar fuera de la cama a las nueve en punto. A esa hora llegaría una muchacha voluptuosa y lozana, de larga melena del color de la miel, que tenía interés en conversar conmigo por uno de mis cursos de música y era indispensable recibirla en forma adecuada. Yo dormía pero al mismo tiempo estaba atento al reloj despertador; cada tanto abría un ojo y trataba de entender esos números rojos, brillantes y difusos. No siempre estaba seguro de haber leído bien; sin embargo el sueño me vencía y no lograba corroborar lo que había visto. Confiaba en que los ruidos de mi esposa dando vueltas por la casa –entrando y saliendo del dormitorio, del cuarto de baño, de la cocina, abriendo y cerrando puertas de habitaciones y de roperos- me mantendrían lo suficientemente alerta como para no descuidar el reloj. A la vez y pese al sueño no conseguía descansar; la preocupación por la hora me trabajaba. Además necesitaba ducharme; estaba sucio del fin de semana caluroso y navideño. Con los ojos cerrados daba vueltas en la cama, tan inquieto como mi esposa que deambulaba imparablemente por la casa con los ojos muy abiertos en busca de algo.
Tal vez no lo encontró pero es seguro que la interrumpió el timbre de calle. Entre sueños comprendí que la muchacha había llegado. Entreoí el taconeo apurado de mi esposa por el pasillo en dirección a la puerta de calle; y casi enseguida reconocí los tonos claros, sonoros y no demasiado agudos de la interesada en mis cursos. Yo estaba en un serio problema; no podría sacarme el sueño ni el mal olor de la cara ni del cuerpo. Salté de la cama de todos modos, con atolondrada torpeza recogí mi ropa –que estaba usada, no limpia y más bien arrugada pero no tenía tiempo para buscar algo mejor en el ropero-, me calcé las sandalias viejas y mientras tanto imaginé a la bella y alta muchacha sentada en la silla de la recepción, esperando.
Desde luego, desperté en ese momento, medio angustiado y con la misma invencible somnolencia que tenía durante el sueño. No había nadie esperándome –tardé en comprenderlo- pero mi esposa sí que daba vueltas nerviosas por el dormitorio, en busca de algo –no entendí qué- y yo había dejado de ser Frank Zappa, de una vez y para siempre.