viernes, enero 20, 2006

El encargado

-¡Detesto, detesto, detesto las piernas de los espantapájaros! ¡Las odio desde que era niña! -gritaba María, tapándose la cara con las manos y dando vueltas desesperadas hacia aquí y hacia allá, mientras todos la mirábamos confusos, alternadamente a ella y al espantapájaros (sobre todo a sus piernas). Yo no entendía y a lo sumo pensaba que las piernas de María eran más bonitas que las del espantapájaros; pero eso no era una explicación.
-¡Basta! -gritó el padre- ¡Vinimos al campo y no nos vamos!
Era un hombre gordo, alto y fuerte, con un gran mostacho pasado de moda. María no le prestó atención; siguió gritando (aunque en un tono tal vez más bajo) y dando vueltas hacia aquí y hacia allá.
Yo miré a la madre y al espantapájaros. La madre era menuda, gris y apocada, y parecía muy triste por la reacción de la hija; me pareció que, si fuera por ella, se la llevaría enseguida del campo para que no sufriera más. El espantapájaros, en cambio, sonreía estúpidamente, como si creyera que María lo estaba festejando y no odiando. Pensé que era un espantapájaros imbécil. Tan imbécil como sus piernas, gruesas, demasiado rellenas, marrones y sin pies.
El padre se acercó a María, la tomó por un brazo y la sacudió.
-¡Reaccioná, muchacha! -exclamó.
Yo pensé que la muchacha ya había reaccionado, que ésa era su manera de reaccionar y que más valía que quitáramos de ahí a ese espantapájaros monstruoso (pues ya me parecía monstruoso). Quise intervenir, pero el padre gritaba con fuerza.
-¡Te encierro en el armario! ¡No tengo ningún problema en encerrarte en el armario!
El armario era mío, y me indigné.
-¡Oiga! -dije- Ustedes son mis huéspedes, pero no voy a permitir que...
El padre giró hacia mí. Me miró con dolor, como rogándome compasión.
-Comprenda -me dijo-. Es el único tratamiento que la calma a mi hija.
Negué con la cabeza. En todo caso, que buscaran a un doctor.
-En el pueblo van a encontrar ayuda para estas cosas -dije-. Yo, mientras tanto, voy a retirar al espantapájaros.
-¡¡No!! -gritó María, y vi que me miraba con desesperación y furia, y que el padre tenía que retenerla entre sus fuertes brazos para que no se me abalanzara. Sin pensarlo dos veces di un paso hacia un costado, alejándome del espantapájaros.
-¿Ve? ¿Ve lo que pasa? -me dijo el padre, en tono de reproche.
No atiné a contestar. Caminé maquinalmente hacia atrás, hasta que choqué con un talón contra el piso del porsche. Sin dejar de mirar hacia delante, me senté. Sentía con fuerza el corazón.
-Pobre mi pichoncita -murmuró la madre; y me sobresalté, pues sonó como la voz de un alma en pena.
-Tu pichoncita, tu pichoncita -dijo el padre con desprecio. Y siguió luchando con la hija, quien, de todos modos, se había calmado un poco al ver que yo me había alejado del espantapájaros.
-¡El sedativo! -reclamó el padre, como si por primera vez se le ocurriera-. Tal vez resulte.
Vi que la madre suspiraba y que luego rebuscaba en su pequeña cartera negra (me hizo acordar a un ratón rebuscando entre papeles arrugados). Sacó una pastilla blanca, que me pareció demasiado grande; del tamaño de un botón de guardapolvo.
-Roguemos al cielo -dijo la triste mujer, y se acercó resignadamente, con la mano elevada y la gran pastilla entre dos dedos. El padre le abría la boca a la hija, que trataba con todas sus fuerzas de cerrarla. Temí que lo mordiera. Ella estaba como un joven y vivo animal furioso; como esos animales que yo había visto sacudirse y berrear cuando los agarraban para sacrificarlos.
Me dije que tal vez debía intervenir -me parecía escandaloso lo que iban a hacerle-, pero a la vez tuve la oscura esperanza de que la pastilla resolviera de una vez las cosas (y que retornase de una vez la paz al maldito campo donde yo estaba obligado a vivir, y ahora, además, a estresarme).
María peleó, pero la pastilla entró en su boca. Para que no la escupiera, el padre de inmediato le tapó los labios con una mano. Y, a los pocos segundos, vimos que María quedaba más laxa y más pesada, como si la fuerza de gravedad se hubiese intensificado para ella; se le doblaron las rodillas, y no cayó al pasto porque el padre la sostuvo hábilmente por las axilas. Segundos después, no le vimos más los pequeños ojos marrones; sólo le vimos los párpados. Todo ocurrió en un completo silencio, apenas quebrado por los lejanos chillidos de una bandada de cotorras que volaba muy alto. Me levanté, y tuve un pensamiento extraño: que el marrón de los ojos de María había sido más lindo que el chillido de las cotorras.


-¡Qué aire se respira! -exclamó el padre con felicidad y, en efecto, hinchó el pecho y absorbió una gran bocanada de aire, como si media hora atrás no hubiera estado iracundo ni hubiera hecho tragar una enorme pastilla a la hija.
La hija daba pasos confusos e irregulares, como si el suelo fuese muy escarpado y estuviese lleno de charcos.
-Debiéramos venir a vivir aquí -continuó el padre, y miró con aprobación en derredor.
Yo odiaba el campo, así que no miré en derredor; además, me lo sabía de memoria, lo cual me hacía odiarlo aun más.
-Y aquí tenemos las tomates -dije, en tono aburrido, y extendí un brazo hacia esa tierra llena de brotes.
-Mirá, María -dijo la madre dulcemente, pasándole un brazo por la cintura y señalando hacia el plantío -: ¡tomates!
La muchacha no hizo más que una mínima mueca: elevó apenas la mirada y enseguida volvió a bajarla; su expresión era estúpida; seguramente no se enteró de nada sobre las tomates.
Y yo seguí hablando. Ni siquiera pensaba en lo que decía. Repetía mi discursito preparado para los turistas y miraba, por momentos, a María -a la cara ausente y pálida de María. Y, cuando miraba a los padres, descubría que me escuchaban con suma atención, hasta con sumo placer. Incluso la madre sonreía, a pesar de que debía sostener a la hija, quien de lo contrario hubiera caído sobre los tomates y se hubiera lastimado (y los hubiera estropeado, pensaba yo; bastante trabajo me había dado cultivar esos tomates).
(Y, para mis adentros, maldecía una vez más a mi amigo Mauricio. "¿Te va mal en la ciudad? ¡Andá al campo!", me había dicho él; y luego me había ofrecido el puesto de encargado de su "granja turística"; y yo había caído en la trampa como un imbécil).
-La paz del campo -ponderó el padre, y se acarició distraídamente la barriga. Era como si se hubiese tragado al campo y ahora se congratulara por el banquete.
-Ahora veremos la lechuga -anuncié.
-¡La lechuga! -dijo el padre, y abrió los brazos.
-¡María, la lechuga! -exclamó la madre, y la sacudió cariñosamente por la cintura.
María seguía laxa, parecía un juguete. O, tal vez -pensé con sorpresa-, un espantapájaros.