sábado, diciembre 03, 2005

Fue un sueño deplorable y prefiero no contarlo entero. Me limitaré a algunas imágenes –las más claras, las menos comprometidas.
Yo esperaba dentro de un edificio público, cuidaba el turno de S. Ella debía llegar de un momento a otro, yo estaba atento. El trámite a realizar era largo y complicado y uno no debía distraerse un solo segundo. Miraba el reloj (creo), porque S. se demoraba. El salón era alto y grande, pintado de gris y con un piso de amplias baldosas descoloridas.
Yo caminaba de aquí para allá entre la gente. Todo el tiempo había personas dirigiéndose hacia un lado y hacia el otro, hacia los sencillos mostradores con funcionarios en mangas de camisa y hacia las sencillas y viejas puertas con vidrios opacos de las oficinas. S. no llegaba, y era ante todo un asunto de su interés.
Al fin apareció por la amplia puerta de entrada. Sonreía, como siempre. Es una mujer de cuarenta años, agradable, rubia y parecida a un conejo. Bueno, no exactamente al animal sino a la imagen un poco caricaturesca que uno se hace al oír la palabra “conejo”. Algo en los dientes. Y a la vez se parece vagamente a un oso de peluche, aunque no es gorda, al contrario, tiene largas piernas y brazos a pesar de que el torso, los pechos, el vientre y las caderas son, en conjunto, más bien robustos, lo cual, junto a la cara redonda, refuerza esa impresión de osito.
Bueno, ella entró, sonreía, y de inmediato comprendí –como si su presencia fuera el paso que me faltaba para llegar a esa conclusión- que no era allí donde se realizaba el trámite. Salimos entonces, afuera había césped, hacía calor, era un lindo día y a lo lejos se veían árboles como de balneario, cruzamos una calle de tierra y llegamos a la pista de una moderna y colorida estación de servicio; era allí que S. debía hacer su trámite. Se metió por las puertas de vidrio del sector “minimarket” y yo quedé esperando afuera, al sol.
Me di cuenta de que debía vigilar a su perro, un caniche pequeño, peludo, blanco y movedizo, temí que se escapara y se perdiera en el bosque que se veía a lo lejos, y enseguida percibí que había dos perros, otro además del caniche; otro, enorme, alto, loco, muy peludo, blanco y gris –también propiedad de S.-, que empezó a correr en amplios círculos, enardeciendo al caniche, que a su vez empezó a correr. Cada uno se movía en círculos cada vez más amplios y en direcciones absolutamente opuestas, de modo que me sería imposible retener a ambos si se alejaban, sólo a uno en el mejor de los casos.