lunes, octubre 03, 2005

En mi sueño, yo bajaba por una calle en medio de una zona residencial y portuaria. Iba descubriendo los edificios rectangulares, marrones y modernos, de cristales opacos. Eran varios, en fila e iguales unos a otros. Demasiado lujosos para parecer viviendas económicas. Esto a mi derecha. A la izquierda había edificios un poco más altos, más antiguos y más claros, de distintos tamaños; y algunas casas enjardinadas. Algo de balneario tenía la zona. Esa impresión crecía a medida que yo avanzaba.
Me dirigía hacia el puerto —eso creía. Pero al llegar al tramo final, con amplios terrenos verdes y grandes casas blancas de tejados oscuros y brillosos, postes muy modernos del alumbrado público, cordones de veredas perfectos y calles onduladas y limpias, no había puerto sino pura costa, pura orilla del mar. El puerto estaba más lejos, a mi izquierda; tan lejos que casi no lo distinguía. Y —más sorprendente aún— el cerro de la ciudad, al que siempre veo desde lejos, estaba ahí enfrente, demasiado cercano y en todo su esplendor, lo rozaba el brillo del alumbrado público de la costanera. Parecía una elevada isla verde en medio del mar.
Yo ignoraba que en la ciudad —mi ciudad— existía una zona tan notable. E igualmente notable era el hecho de que todavía hubiera sorpresas. Lamentaba no tener dinero como para comprar allí una casa o un apartamento. De todos modos me dirigía hacia un chalet blanco allá abajo, con entusiasmo y con intención de averiguar precios. Mientras caminaba miraba la costanera y su escaso tránsito: probablemente pasarían pocos ómnibus, pero ¿a quién le importaba eso?