jueves, noviembre 25, 2004

Descubrimiento

Vivo en una casa antigua, cuyas puertas internas son todas vidriadas y dan a un patio. De modo que, si deseo ir de un extremo de la casa a otro —por ejemplo, del escritorio a la cocina—, debo atravesar ese patio y puedo observar, a medida que avanzo, las diferentes habitaciones a través de los vidrios de las puertas. Habitualmente no miro; voy pensando en otras cosas y a veces apurado; pero siempre tengo la vaga y fugaz noción de que podría mirar, y he notado una tendencia en mí a mirar de reojo, como vigilando.
Es una vigilancia un poco absurda —sobre todo cuando mi mujer no está en la casa. Cuando está, la mirada de reojo puede tener el sentido de una confirmación: ella está ahí, dedicada a alguna tarea, y eso me genera una cierta sensación de seguridad e independencia; si ella está ocupada y entretenida, yo puedo seguir ocupado y entretenido en lo mío, sin interrupciones. En cambio, cuando estoy solo en la casa, no alcanzo a entender qué vigilo.

No es temor a los ladrones; sé que les resultaría muy difícil entrar. De todos modos, me doy cuenta de que temo a una presencia extraña; una presencia no humana, acechante, poderosa y sigilosa. Una presencia que me ha perseguido en otras casas, en todas las casas en que he vivido desde la niñez. Y si lo pienso bien, llego a una conclusión que me sorprende y me hace detenerme en medio del patio: si yo no presintiera esa presencia, jamás podría sentir una casa como propia.