Había varios carteles de tránsito, pero ninguno tan llamativo como la muchacha que esperaba para cruzar, detenida al lado de un cartel de PARE. Al verla, los conductores o frenaban o aminoraban la marcha, pero todos tocaban la bocina y se inclinaban hacia la ventanilla para gritar desaforadamente, y la muchacha —alta, delgada y de piernas llamativamente largas y enteramente desnudas (hasta el inicio de las caderas, donde apenas las cubría la minifalda en forma de ve corta)— hacía de cuenta que no prestaba atención; parecía desdeñar a esos hombres, aunque en su fuero íntimo —pensaba yo, mirándola desde la altura de mi apartamento— había logrado su objetivo.
Y su íntima razón de ser se desplegó ante todos cuando se hizo un hueco en el tránsito y pudo cruzar: vimos entonces cómo las largas piernas desnudas avanzaban majestuosamente en medio de una aparente masa densa y traslúcida que se pretendía superior a este mundo —aunque, pensé, había un punto flaco en aquella pretensión: la masa, superior y todo, necesitaba de nuestra mirada para existir.
La muchacha siguió por la vereda transversal a esa calle y desapareció de mi vista. El tránsito retomó su flujo normal. Me separé de la ventana y bajé las cortinas. Ya en la oscuridad, me asombró pensar que, a la vez, mi mirada quizás necesitaba de toda aquella masa que había existido allá abajo, no para existir pero sí para tener sentido o alegría.